Bruce Springsteen tiene tan interiorizado su papel de respetable icono estadounidense que, si se lo propusiese, podría aspirar a la Casa Blanca. Si un actor como Ronald Reagan fue presidente y un personaje como Donald Trump lo es ahora, ¿por qué no un músico? No sería descabellado y a Springsteen, en el fondo, le pondría el reto, pero eso le quitaría de los escenarios y de grabar discos. Y nadie desea eso. Mucho menos él, a raíz de lo que sabemos por sus memorias.
A sus 69 años, Springsteen es un formidable músico, un fuera de serie que, a estas alturas de siglo XXI, posee todavía cualidades de titán del rock: carisma, energía, calidad, transversalidad y comunión con su masivo público. De todos los músicos de su generación, esa que fue tan gloriosa para la música popular, quizá Bruce sea el que más puede dar de sí, bien sea acompañado por la E Street Band o en solitario. No cabe duda: su talento es extraordinario. Entonces, dicho todo esto, ¿qué falla? ¿Por qué Western Stars, su esperado regreso tras seis años sin álbum de estudio, vuelve a ser una decepción?
Hay respuestas que tal vez requieran de una tesis más que de un artículo, pero en este caso al menos se puede sintetizar en la idea de arriba: a Springsteen se lo ha comido el personaje. Todos los músicos, incluso cualquier persona con una proyección pública, corren el riesgo de que el personaje termine devorándolos. Eso que pasa cuando la fama y lo que eres de cara al exterior terminan por marcar tus pautas de comportamiento, tus pulsiones, tu desarrollo personal. En el caso de un músico, cuando termina por condicionar tu bien más preciado: tu música.
La música de Springsteen lleva ya muchos años siendo irrelevante de cara a la historia, incluso a la breve historia del siglo XXI. Es cierto que no es el único y que les sucede a muchos artistas veteranos, pero el problema reside en que también es irrelevante de cara a su propia historia. La historia de un músico que parece encerrado en su propia imagen, en la concepción que el mundo entero tiene ya de él. Es como un gigante que, si bien es verdad que por suerte ya hace mucho tiempo dejó de compararse con su memorable pasado, ahora simplemente no tiene norte, por mucho que se deje guiar por las estrellas del Oeste, tal y como reza el título de su nuevo trabajo, que no cuenta con la E Street Band pero sí con Patti Scialfa, Soozie Tyrell, Jon Brion, David Sancious y Charlie Giordano.
Antes de ponerse Western Stars en circulación, afirmó Springsteen en una nota de prensa que su futura obra se inspiraba en los sonidos de California de los sesenta y principios de los setenta. Se refería a ese country tan peculiar de la costa Oeste, que se alejaba de las instrumentaciones áridas del sur y del riego sanguíneo del honky tonk para ampararse en orquestaciones, configurando de ese modo un género vaquero con alma de pop. Un modo en el que country y pop convivían como un todo integrado dando forma a un estilo que en Nashville, la meca del country, dieron en llamar countrypolitan. De alguna manera, era una forma de decir que el country, siempre relacionado con el mundo rural, se hacía también urbano. O mejor dicho: se creaba bajo los preceptos de los grandes estudios de grabación, con sus aportaciones tecnológicas y sus mayúsculas producciones. El countrypolitan se daba en California, pero también en Nashville.
Este country californiano, por así llamarlo, se desarrolló especialmente en los estudios Capitol, la gran discográfica de la costa Oeste que nació para competir con las majors del este, el mismo sello que se convirtió en los cincuenta en hogar de grandes del jazz como Nat King Cole o Frank Sinatra o en los sesenta de iconos del pop como los Beach Boys. Todos se beneficiaron además de la Wrecking Crew, el magnífico colectivo de músicos de sesión que mejoraban los telones instrumentales hasta darles un carácter insuperable. Fue en Capitol donde las grabaciones country alcanzaron una identidad propia: el sonido vaquero se desplegaba con una intensidad pop, melodramática y épica, tejida con sinfonías arrebatadoras. Glen Campbell, Linda Ronstadt, Buck Owens -en menor medida- o Joe South dejaron su impronta en este sentido. A veces, al escuchar esas canciones uno siente que su pequeño e insignificante mundo es como una película regida por el plano largo, donde todo alcanza una dimensión espectacular.
En principio, Western Stars aspira a ese country californiano, como a esa evocación de grandes llanuras, inabarcables cielos estrellados y sensaciones poderosas y viscerales, pero no lo alcanza. Springsteen promete eso, pero no lo tiene. Decía incluso Bruce que el disco poseía una orquestación cinematográfica, pero su concepción de la magia del cine difiere a la de otros grandes que aplicaron la misma fórmula. Dígase aquí de nuevo Glen Campbell o Charlie Rich, por ejemplo. Para enmarcarlo dentro del séptimo arte, Western Stars es como si una película del oeste fuese rodada por una superproducción de Hollywood más que por un director con estilo definido, con obsesiones e instinto propio. No hay cine de autor en este disco. Es un blockbuster de anodino cine familiar.
Es anodino porque Springsteen una vez más falla en algo trascendental, más aún para el estilo que persigue, tan escrupuloso en los arreglos: la producción. Esta vez está a cargo de Ron Aniello, que ya estuvo detrás del lamentable High Hopesy el correcto Wrecking Ball. Fue quien cogió las riendas tras Brendan O’Brien, quien trabajó en The Rising, Devil & Dust, Magic y Working on a Dream. Ninguno de los dos ha sabido sacar una cara sonora reconocible y atractiva para Springsteen en lo que va de siglo. Ha habido destellos, ramalazos, apuntes dispersos entre un álbum y otro, pero nunca un sonido. Un verdadero sonido. Y, a decir verdad, todo apunta a que es el propio Springsteen quien no sabe tampoco cómo hacerlo. De hecho, es mejor afirmarlo. Es tan trágico que parece hecho aposta, viendo cómo suenan -cada uno en su estilo- los discos de Bob Dylan, Van Morrison, Neil Young, Ray Davis, Tom Waits o John Fogerty, por no citar los de otros que ya no están, como Tom Petty o Leonard Cohen.
Asombra demasiado que nadie le diga que tiene que ponerse en manos de un productor en condiciones, de uno talentoso y con carácter, que le quite a Springsteen toda la complacencia que tiene en la cabeza y le lleve a un territorio nuevo, donde le baje al barro. Muchos pensarán en la gran historia mil veces contada y nunca suficientemente reivindicada de Rick Rubin con Johnny Cash,pero ese tipo de fábulas sucede pocas veces. Entre otras cosas, porque para eso Springsteen debería encontrarse en una situación límite, sin éxito ni reconocimiento, y dejarse aconsejar y jugársela porque no tiene nada que perder. Ante esto, por tanto, bastaría con un productor capaz de extraer de Springsteen algo que el propio Springsteen seguro que no sabe que tiene y lo tiene, pero no alguien que le reafirme en sus producciones edulcoradas, planas, vacuas.
Aunque se le agradece el cambio de estilo, después de anclarse en el rock mainstream llena estadios de los últimos lustros, su country es más pop que country, como su épica es más grandilocuente y ampulosa que grandiosa. Una vez más, el conjunto parece más pensado para oírse en una campaña comercial que en la soledad de una habitación. Una vez más, su lírica parece repetir clichés de su propio universo de esperanza, búsqueda y redención, pero no hiere en nada. Si analizas las letras de Western Stars te la sensación de que Bruce hace este disco como estaba en Broadway el pasado año: repitiendo todas las semanas el mismo monólogo cuatro o cinco veces.
Western Stars no es un disco malo, tampoco especialmente bueno. Es simplemente un disco más, con una vocación estilística eso sí, pero será olvidable con el tiempo. Como otros de Springsteen. Un disco que, por momentos, parece formado por descartes de The Rising, Magic o Working on a Dream. Ahí están en este sentido Drive Fast, Sundown o Chasin’ Wild Roses. También por canciones que en su búsqueda de estilo se quedan en eso: en una cuestión de estilo y nada más. Ahí están Hello Sunshine, Tuscon Train, Western Stars, Sleepy Joe’s Café y There Goes My Miracle, su enésima intentona en este siglo XXI de perseguir el fantasma de Roy Orbison, pero no de tripas hacia fuera sino de una manera torpemente racional. En ellas encontramos pedal steel, acústicas y cuerdas, pero el country se dulcifica tanto que se disuelve como un azucarillo.
Mejora a todas Hitchin Hikin, el arranque del álbum, con ese colchón de cuerdas como abriendo un horizonte y Bruce cantando en un plano muy folkie, y The Wayfarer, que es la composición que más se acerca al corazón instrumental de las producciones del country californiano, con ese telón final lleno de brío cinematográfico y los coros apoyando. Más interesantes resultan los medios tiempos confesionales, como Somewhere of Nashville, cayendo en las profundidades de un Townes Van Zandt pero con ligero eco. Stones guarda una tensión orquestal controlada y una sugerente sinfonía bien rematada por el violín mientras Moonlight Motel es una muy buena coda, quizá la composición que mejor capta ese impresionismo lírico con una inteligente y cuidada instrumentación elevando el lamento del suelo hacia cualquier lugar.
Un cierre que recuerda al espíritu de The Ghost of Tom Joad, un álbum concienzudamente sobrio y crudo, pero nunca lo suficientemente valorado. Allí, en ese disco con un cuadro difuminado en la portada y en el que se retrataba al Oeste americano de los perdedores, había una verdadera atmósfera. Las estampas no parecían filmadas por una superproductora desembarcando con una idea preconcebida sino que eran fragmentos y relatos vivaces de un documentalista recorriendo un territorio desconocido para un chico de Nueva Jersey pero también para alguien perdido en su fama. Entonces, el personaje de Springsteen también estaba difuminado y no se hacía pasar por un pura sangre como sacado de un póster retocado por Photoshop. Entonces, el personaje no había terminado por devorar a Springsteen, ese magnífico músico y compositor echado a perder una vez más.