El Chango Spasiuk celebró en el Teatro Colon, sus 35 años de trayectoria NOELIA MARCIA GUEVARA / AFV
Horacio “Chango” Spasiuk fue por segunda vez protagonista de un concierto en el Teatro Colón. A 35 años de su debut profesional, lo festejó con un espectáculo que dividió en tres partes y que compartió con los pianistas Matías Martino y Sebastián Gangi, los violinistas Rafael Gintoli y Pablo Farhat, el SurdelSur Ensamble, la cantante Ligia Piro y su propio septeto, donde tocan otros grandes músicos como Eugenia Turovetzky, Diego Arolfo, Marcos Villalba, Enzo Demartini y Juan Pablo Navarro.
“Cuando toqué ahí hace once años”, -dice Spasiuk comenzando la charla- “sentí que era un desafío que me llegó en un buen momento. Ahora, me parece que tengo aún mucho más para decir en una sala de esas características. Es bueno aclarar para la gente más conservadora que estos conciertos son algo extraordinario y que lo que yo voy a hacer no puedo tocarlo en otro lugar: un concierto con dos pianos y percusión teniendo como referencia la obra de Béla Bartók, o con una orquesta de cámara como es SurdelSur Ensamble, con mi sexteto donde está un maestro como Pablo Farhat, un violinista increíble que tiene un pie en lo académico y otro en lo popular, con Ligia Piro estrenando una canción. No vamos a poner ni luces ni pantallas, será como un concierto de cámara. Creo que después de tantos años de trabajo y de disciplina, esta música se merece expresarse en una sala así”.
–Este concierto da cuenta precisamente de tu versatilidad y permanente búsqueda de cosas diferentes. ¿Con qué se relaciona esa multiplicidad de proyectos?
–Siempre he estado muy activo y no pienso si estoy generando mucho o poco. Las cosas van surgiendo. A veces, en relación con generar trabajo y otras, con ideas que van apareciendo y me van conectando con personas. Cuando miro para atrás, noto que edité o produje mucho en un montón de direcciones. Es una constante en mi vida en los últimos tiempos. Pero todos son proyectos que tienen que ver con “el mundo Chango”. Si en algún momento me encontré con Per Einar Watle, el guitarrista noruego, y le dije ‘hagamos un disco’, esa sonoridad que se complementa es también mi sonido. Hice tres años el programa de radio Enramada y la productora me dice: “¿Qué te parece si ahora que no tenemos ya el programa al aire curamos ese contenido y lo hacemos en un teatro?”. Buenísimo, hagámoslo. Pero no leer yo solo. Invitemos a una mujer a leer conmigo y si esa mujer canta, mejor. La primera fue Inés Estévez, después fue Nadia Larcher, después Luna Monti y después Flor Bobadilla. Y así con SurdelSur y con todas las cosas que hice este año, a nivel discográfico o en vivo.
–¿Podés ampliar esa idea del “mundo Chango”?
–Yo nací en la provincia de Misiones, que se mete como una cuña entre el sur de Brasil, Paraguay y Uruguay. Es una tierra subtropical donde hay grandes ríos, la tierra es colorada y la selva es verde. Originalmente, toda esa región fue de guaraníes. Los jesuitas querían enseñarles música barroca. Después vino la población mestiza, criolla, el inmigrante que trajo el acordeón. Hoy en día hay una tradición que se llama chamamé que es, de alguna manera, un sincretismo de todos esos colores. Así que yo vengo de esa diversidad que es un tesoro y no un problema. Mi música se nutre de eso y acá estoy, hace 35 años, desarrollando es música y tratando de encontrar mi rostro dentro de ese mundo. Vengo del país del tango, pero no toco tango. Aunque sí me ha pasado de encontrarme con chinos, japoneses, rusos o franceses tocando la música de Piazzolla. ¿Cómo yo siendo argentino no puedo tocar la música de Ástor? ¿Tengo que pedir permiso? Si hay alguien que tiene derecho, humildemente, soy yo. Así que desde ese momento me saqué todo tipo de prejuicio y a veces me permito tocar algunas de sus composiciones. Porque, además, para mí no es un músico de tango, es “el” compositor argentino del siglo XX. Entonces, paso de mis composiciones a (Tránsito) Cocomarola y de eso a Ástor. Es la música popular, absolutamente viva. Con la cual yo vibro y cuando toco siento que estoy tocando algo con lo que yo me puedo expresar.
–Inclusive tocás el acordeón, que es un instrumento primo hermano del bandoneón…
–No es lo mismo, pero hay un fuelle y hay lengüetas de acero. En algún lugar se tocan, en la tracción de las manos, pensás y sentís casi de la misma manera. Sin olvidarnos de que, en el chamamé, el bandoneón es un instrumento fundamental; también en las zambas carperas de Salta o en la chacarera de Santiago. Pero en el chamamé están Isaco Abitbol, Cocomarola, Blas Martínez Riera, Avelino Flores, unos bandoneonistas que mamita querida. Hoy en día, también en las nuevas generaciones. Nini Flores, que además del acordeón tocaba el bandoneón. Juan Núñez, el misionero. Cuando yo era niño dije que quería tocar el acordeón. Y mi papá encontró uno a piano chiquito en una casa que vendían radios, relojes, una compraventa. Si me hubiese comprado un acordeón verdulera o a botones, estaría tocando eso. Pero estaba ese. Este 23 de septiembre cumplí 56 años y hace 46 que toco el acordeón. Pero son 35 que de alguna manera arrancó mi carrera discográfica por decirlo de algún modo. Tomo como punto de partida el Cosquín de 1989 y a partir de ese primer disco empiezo a desarrollar un trabajo que me tiene hasta hoy en día.
–¿Qué importancia le asignás al paisaje y a su entorno en tu música y en tu manera de tocar?
–Cuando estás haciendo música no estás pensando en el paisaje ni en una persona. Pero uno está hecho de toda esa materia y eso se expresa más allá que no lo tenga en su cabeza mientras está componiendo. El otro día leía una frase de Antonio Tarragó Ros que decía que “el chamamé no es la música que nos gusta, el chamamé es lo que somos”. Uno no dice “ahora voy a mostrar el verde, ahora voy a mostrar el monte, ahora voy a mostrar el río, ahora voy a hablar de mis padres en el patio de mi casa”. Lo que uno recibe se guarda en algún lugar y por alguna razón misteriosa esas cosas se expresan solas mucho más allá del proceso intelectual. Yo trato, como dice Yupanqui, de “encontrar la sombra que el corazón ansía”. Trato de hacer mi música, de buscar acordes, de sentir que algo mío está en paz y completo. Pero después, cuando está la obra entera, cuando hay un concierto o un disco, cuando miro el recorrido, siento que de algún modo todo está conectado con ese paisaje. Mis abuelos eran inmigrantes ucranianos, pero nací en Apóstoles, capital nacional de la yerba mate y me crié escuchando chamamé en la radio. Con eso fui buscando mi modo de decir, equivocándome, volviendo a intentar, insistiendo, rompiendo y volviendo a construir. Y en ese ejercicio, en algún momento uno empieza a encontrar algo; es el producto de mucho tiempo, no de un par de años sino de un par de décadas.
–¿Te sentís o te sentiste un raro o un diferente dentro del mundo del chamamé?
–De alguna manera me siento un paria. Soy demasiado joven para la generación de los viejos y demasiado viejo para la de los jóvenes. Estoy en un quiebre. Yo tengo la desventaja que terminé usando como una ventaja y es que yo aprendí a tocar solo imitando de los discos, de los casetes, de lo que mi padre tocaba el violín; algo de Luis Ángel Monzón. Por eso, no tengo un estilo marcado a fuego; no tuve un maestro que me dejara su impronta. Pero además soy curioso y fui armando mis pedazos como se me iban presentando. Por eso, no he tenido tanto miedo a equivocarme o a que me juzgaran, ni dedos señalándome si me estaba equivocando o no. En ese sentido, estoy liviano. Eso no quiere decir que no me hayan criticado o que no me haya equivocado. Pero he salido más rápido.
–Te lo preguntaba porque hay un sector del mundo chamamecero que suele ser muy conservador respecto de las heterodoxias.
–No se puede agradar a todo el mundo, pero nadie puede negar que nací en esa tradición y cada cual se tapa hasta dónde le alcanza la cobija, como decía Yupanqui. Yo me tapo hasta donde puedo y hago lo que puedo. Pero nadie puede decir que no he sido constante en mi búsqueda. No me he traicionado ni especulado. Soy honesto y sincero. Esto es lo que hay y no puede gustarles a todos. Pero sí siento el respeto.
–¿Cuánto de corazón y cuánto de intelectualidad tiene tu trabajo?
–Más corazón, siempre. Obvio que también soy responsable de la estructura que tengo y armo un montón de trabajos para sostenerla. Pero mis selecciones siempre tienen que ver con plantearme un desafío, con intentar, con aprender. Por ejemplo, este último disco que salió hace dos semanas, que grabé en Oslo con Per Einar Watle en el mausoleo a Emanuel Vigeland, un gran escultor noruego, es un concierto en un lugar que tiene una reverb de 25 segundos. Entonces, no podés tocar como en un teatro. La música rebota en la pared y si tocara igual no se entendería nada. Per Einar me dice: “Hagamos un concierto experimental acá”. Y toda mi improvisación fue tocando contra las paredes. Fue un desafío. El producto final es hermoso, sobre todo si lo escuchás con auriculares. No es un concierto común y corriente. Parecería que lo experimental sería para otros tipos de música: contemporánea, el jazz, pero no para el chamamé. Pero ¿por qué no? Me encantaría saber qué pasaría con Cocomarola tocando en ese lugar. Es el mundo de la prueba, de aprender. Y después vuelvo al centro de gravedad y celebro tocar con el grupo, pero hay algo en mí que todo el tiempo me dice: “¿y si probamos?”. Como alguna vez con la música electrónica, o con el maestro Rafael Gintoli con arreglos de Popi Spatocco. Siempre me gusta redoblar la apuesta. Sigo teniendo esa curiosidad de niño y uno no se cansa de los juguetes cuando es niño. Para mí tocar es una celebración.
–¿Cómo sigue tu trabajo después del Colón?
–En diciembre vendrá Per Eine y haremos un concierto con él en algún lugar; antes, en octubre, estaré yo allá también tocando juntos. Pero estoy haciendo de todo un poco: “Taco y suela”, sigo haciendo “Enramada” en los teatros como te contaba antes. Así que mi plan es siempre seguir tocando.
–¿Extrañás tu programa de televisión?
–Pequeños universos, algo hermoso. Lo que yo aprendía ahí era un regalo. Sentarme en esos patios, ver esa transmisión de conocimientos. Siempre todo lo que hago va en esa dirección: aprender y compartir, como fue el programa de radio. Lo mismo es un concierto o la cultura que es un espejo sobre el cual reflexionar sobre nosotros, de qué pedazos estamos hechos. Hoy, en este momento caótico del mundo es más necesario que nunca mirarse en ese espejo y reflexionar sobre la historia que nos atraviesa. Que la música no sea solamente recreación y evasión. Que sea memoria más que olvido.
Fuente: La Nación