Tita Merello, una diva con una vida intensa, llena de dolor, pero sin remordimientos

Nació el 11 de octubre de 1904. Hija de un cochero de mateos y de una planchadora. Su padre, Santiago Merello, la registró como Laura Ana.

 Podemos imaginarlo así: es de noche y ella permanece despierta en su estrecha cama. «Los viejos dormimos poco», declaró más de una vez. Tiene 98 y los siente con una interesante mezcla de altivez y resignación. Alrededor, no hay ruido. O sólo el habitual que suele oírse en los hospitales a esa hora. Sintiéndose la única que no duerme, recuerda. Se aferra a su memoria como se aferró con garra a la vida. Recrea los capítulos de su historia, llena de sinsabores, pero también con muchas alegrías. Recuerda.
Tita Merello, una figura diferente
Tita Merello, una figura diferente Fuente: Archivo

Su madre, Ana Ganelli, sumaría su nombre a esa partida de nacimiento recién cuatro años después. Seguramente, sonría en su cama al recordar que alguna vez dijo haber nacido en «un tiempo que los franceses llamaron Belle Époque y que entre nosotros podríamos decir del ragú permanente». Pero, enseguida, otro recuerdo la hará ensombrecer su rostro. La prematura muerte de su padre, cuando ella tenía 4 años, la dejó junto a su madre en la completa pobreza. La única solución que había para que la niña siguiera comiendo, era ponerla en un orfanato.

Entonces, conoció por vez primera en su vida el horror: «La gente que toqué en mi infancia me ha dejado cicatrices imborrables». Podemos pensar que ella haya culpado a su madre de aquella decisión, pero que después comprendió que era la única acción posible. ¿Qué podía hacer una chiquilla de 23 años sola con una nena de 4? ¿Cómo podía saber que aquello iba a dejar para siempre marcas en la pequeña?

El fin de la infancia

«La infancia del pobre siempre es más corta que la del rico». Lo repitió muchas veces y seguramente habrá vuelto a pensarlo esa noche. La suya terminó exactamente a los 10 años. La atacó la misma enfermedad que había matado a su padre y, para salvarla, su madre decidió enviarla a casa de unos parientes en el campo.

En ese campo, dejó de ser una niña. Tenía que trabajar para vivir. Se levantaba al alba, encendía el fuego, pisaba la mazamorra, arrancaba cardos y hacía la comida.

Una vez, se lo contó así a su amigo Víctor Sueiro: «Yo era una nenita y ya sabía lo que era estar sola en serio, conviviendo con los peones, en ese campo de Magdalena donde empecé a ser mujer». ¿Se habrá entendido lo que quiso decir con estas palabras?

Quizá, después de esto, vuelva a recordar el vestido celeste. «Un día, me regalaron un vestido celeste y me vine a Buenos Aires». Tenía 12 años y regresó a vivir con su mamá, en la calle Corrientes.

Probablemente, tampoco de esta época quiera tener memoria, pero se aferra a esos recuerdos rabiosos porque esa rabia es ella. ¿No fue su voz la que dijo «cuando yo era muy jovencita, quienes me tendieron una mano cuando lo necesité fueron las muchachas que algunos llaman de vida fácil. No me acuerdo que me haya tirado un cacho de pan los que viajaban en grandes autos y vivían en palacetes»? Fue por aquella bronca por la que empezó a ser fuerte. Todos los saben, no tuvo pudor en admitir que hizo la calle. «Al que no le guste, que mire para otro lado», piensa una vez más.

Laura Ana se convierte en Tita

Tenía 18 años. Sus piernas la ayudaron, y también quizá sus orígenes, que llevaba marcados en su decir. ¿Qué si no puede haber interesado al empresario Roberto Cayol cuando se la llevó para el Maipo? Pronto, comenzaron a llamarla «Tita Merello, la vedette rea»? ¿Qué cantaba en esa época? «Tango amargo», claro, y luego «Pedime lo que querés» , «El barrio de las latas» y «Leguisamo solo». A estas alturas, seguro, Tita se sonría en su habitación. ¡Cómo los hacía reír!, pensará.

La formación

Cómo no imaginar que esa mujer que espera el alba en una habitación de la Fundación Favaloro, piense en esa voluntad de superarse que la empujó siempre. «Si fuera verdad que la inteligencia se desarrolla mejor cuando encuentra resistencia, yo tendría que ser la mujer más inteligente, fui resistida y resistente», dijo alguna vez. A los veintipico, ya tenía un lugar, pero a ella no le alcanzaba. Y para eso tenía que aprender a leer. Un periodista de LA NACION, Eduardo Borrás, le dio una mano, pero el resto fueron días de tozudez y diccionario.

Con el canto, no fue igual, sentía que si se «pulía» perdería eso que le gustaba a la gente. Lo de ella era una manera de decir. Fueron esos tangos reos y zumbones que grabó a fines de los veinte: «Te acordás reo», «Tata ievame p’al centro», «Te has comprado un automóvil», los que la llevaron a su primera película.

Podemos, ahora, imaginar que Tita piense menos en el hecho de haber estado en el primer largometraje sonoro de la Argentina que en el haber conocido durante ese rodaje al amor de su vida.

El amor

Tita Merello y un amor que la marcó para siempre
Tita Merello y un amor que la marcó para siempre Fuente: Archivo

Probablemente, buscará en el cuarto la foto en la que está con Luis. En el dorso, hay dos anotaciones con su letra, de diferentes épocas. Se pondrá los anteojos y leerá: «Otros tiempos ¿se gasta el amor? ¿Por qué?».

Cómo no pensar, entonces, en una lágrima rodando por su mejilla por ese amor con el que pasó los mejores años de su vida. Qué importa si en el exilio o con una buena racha. Aquellos diez años fueron los mejores.

Nunca volvió a estar tan plena. «Me enamoré una sola vez, a trescientos kilómetros por hora. Yo quise tremendamente, pero tuve que dar un paso atrás…». Recordará el momento de la separación, el dolor de ver, a quien ya sólo llamará Sandrini, irse con una mujer más joven.

La actriz

Tal vez, el rostro de Tita quede ensombrecido durante un tiempo, pero también podemos pensar que esa fortaleza que la acompañó siempre la vuelva a rescatar del dolor. Que recuerde que también en esos tiempos empezó a crecer como actriz, cumplió aquella profecía que le hiciera en 1934 al periodista Héctor Bates: «Voy a ser la gran actriz de Buenos Aires. No sé cuándo; pero lo seré, y no crea que esto es una insolencia ni una pretensión. No sé si esto será cuando tenga 45 años, lo seré, estoy convencida». Y lo fue. Ella, la bajita, la fea (aunque los demás le dijeran lo contrario), a pura bronca y esfuerzo les tapó la boca a todos. Ya desde La fuga, en 1937, cuando Luis Saslavsky le dio la oportunidad de hacer algo más que esos papelitos tontos, pero después, sobre todo, con Lucas Demare, su gran director, con quien hizo sus mejores películas: Los isleros, Guacho, Mercado de Abasto, La Madre María. La sonrisa será seguramente irónica. Como lo dijo una vez: «¿Sabe en qué consiste mi insolencia? En mi fealdad. A lo que he llegado, fue por mí misma. Las mujeres bonitas nunca tienen la seguridad de haber llegado por sí mismas». Tal vez se equivoque, ya que muchos la vieron de otra manera -bajita, morocha, de bellas piernas, labios gruesos y sensuales, y un gesto de mirada insinuante y provocadora-, pero en el resultado final seguro tendrá razón. Ella fue lo que fue siempre, segura de sí misma.

¿Sabe en qué consiste mi insolencia? En mi fealdad. A lo que he llegado, fue por mí misma. Las mujeres bonitas nunca tienen la seguridad de haber llegado por sí mismas

Podemos imaginar que estas alturas, la luz de la madrugada ya empezará a entrar por la habitación y es probable que esa mujer, ya mayor, que es una roca, piense en el día que comienza, en quiénes las visitarán entre esos pocos que ella deja llegar hasta su cuarto (Mercedes Carreras, Ben Molar, Soledad Silveyra, Julio Márbiz, Eduardo Dosisto). O, tal vez, recuerde a los muertos que la dejaron un poco más sola: su hermano Pascual, su gran amigo Tito Lecture, su perrito Corbata, Osvaldito Pacheco. «No hay que olvidarse de los que fueron», pensará. Y dudará luego: ¿la recordarán? «Que no me olviden», repetirá una vez más como dijo tantas veces últimamente. Y también: «Gracias». «Si hubiera una palabra más grande que gracias, también la usaría». Fue una vida intensa, llena de dolor, pero no se arrepiente de nada. Lo único que importa es haber tenido una conducta en la vida. Tita Merello falleció a las 12.40 del martes 24 de diciembre de 2002. Tenía 98 años. Por su pedido, fue velada en la iglesia de San Pedro Telmo, donde había sido bautizada. La acompañó el regimiento de Patricios y en sus exequias se tocó su tango favorito «Hotel Victoria»: «Hotel Victoria, vos que supiste/ lo que he llorado en mi soledad,/ verás mañana, cuando te olviden,/ que sólo el tango te recordará».

Aún no fue olvidada.

¿Te hiciste el Papanicolau? Tita podría haberse jactado de vencer a la muerte muchas veces. En 1936, por ejemplo, cuando tenía 32 años, sufrió una afección renal de la que salió sin necesidad de que la operaran. La Virgen del Carmen, diría ella, la ayudó. Después, en 1951, tuvo un accidente de auto. Viajaba con el actor Tito Alonso y el coche volcó. A pura fortaleza, Tita se recuperó en una clínica de Merlo. Pero ningún triunfo fue mayor que el de 1980. Una prueba de Papanicolau detectó que tenía cáncer. La internaron el en el Hospital de Clínicas, fue operada y luego, con radioterapia, salió totalmente de peligro. Podría haber sido sólo un triunfo más sobre la muerte, pero la Merello entendió que ese estudio que había salvado su vida, descubriendo el cáncer a tiempo, podía salvar otras. Desde entonces, cada vez que podía, se dirigía a su público, diciendo: «Mujer, muchacha, ¿te hiciste el Papanicolau?». Muchas escucharon esta recomendación y gracias a eso siguieron viviendo. Ésa fue la mayor victoria que Tita tuvo sobre la muerte, porque la derrotó muchas veces.

Fuente: Rita Olazábal – La Nación