La risa espontánea, detrás de escena: Ludmila Pagliero con su compañera Léonore Baulac en el backstage del tradicional desfile de gala con el que el Ballet de la Ópera de París abre cada temporada en el Palacio Garnier (2021)Anita Pouchard Serra
Ludmila Pagliero cumplirá en octubre 42 años, la edad de la jubilación para una bailarina en la Ópera de París. Sin embargo, no esperará a alcanzar esa marca para retirarse de las luces del Palacio Garnier. El último tramo de su carrera ya entró en tiempo de descuento: el próximo jueves 17 de abril quedará registrado en su historia personal y en los libros de la compañía de ballet más antigua del mundo –remontémonos a Luis XIV– como el día que la única étoile argentina dejó de brillar en ese escenario.
El mes pasado, hizo su “última” Tatiana, el personaje central del drama Onegin, posiblemente el título preferido de los bailarines-artistas. Antes, en julio, había sido la “última” Manon y, así, aproximadamente hace dos años viene tomando conciencia de cada “última vez”. Como cantaba el poeta con los ojos más lindos del rock nacional: “Poder decir adiós es crecer”. Y los “adieu” –como dice ella, que incorporó el acento francés como la croissant de la mañana y el brunch de los domingos–, si son meditados, si se transitan, tienen implícito ese crecimiento. Sobre todo para alguien que está convencido de que en la vida “uno nunca termina de mejorar”.

Varias veces en las últimas dos décadas LA NACION contó la historia de Pagliero, excepcional por donde se la mire: fue noticia cuando se convirtió en la primera latinoamericana en alcanzar el rango máximo, de estrella, en la Ópera; cuando ganó el premio Benois de la Danse en Moscú (un galardón con fama de ser “el Oscar de la danza”); cuando ya con todo el reconocimiento internacional sobre sus espaldas debutó en el mayor escenario de nuestro país.
Su derrotero de niña a mujer –decidida, exigente y con arrojo desde muy pequeña– la llevó detrás de lo que quería. Hija del medio en una familia de padres trabajadores, salió del país hacia Chile nutrida de la formación que le había dado, por un lado, la gran Olga Ferri, y por otro, el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, institución que luego no supo propiciarle a semejante talento una oportunidad en su compañía. El Ballet de Santiago sí lo hizo: cuando Ludmila tenía 15 años, aprendía a ser profesional del otro lado de los Andes mientras miraba en qué dirección iba a dar el siguiente salto: si hacia Estados Unidos (donde ganó un importante concurso que le ofrecía un contrato en el American Ballet) o en la Ciudad Luz, que la probaría como refuerzo por tres meses. “Recuerdo que me llamó para consultarme qué hacía –contaba Ferri, que además de maestra fue una emblemática artista argentina–. Le respondí: si querés que te conozca todo el mundo y ganar bien, quedate en el ABT, pero si querés ser una gran artista, andá a París.” Eligió un camino que se avizora cuesta arriba para cualquier bailarín que no surja de la escuela francesa (casi imposible, además, si ni siquiera proviene de la cercana Europa). Al final del recorrido, el mérito de Pagliero no solo es inédito, sino elocuente.

–Hiciste tu última Tatiana, un personaje que adorás, en la noche de despedida de un danseur exquisito, Mathieu Ganio. A lo lejos, se vio como una carta de amor (Onegin es una carta de amor).
–Mathieu forma parte de los bailarines con los que pude tener muchas historias y nos encontramos en el mismo momento de la carrera, con expectativas muy parecidas, con ganas de descubrir qué se puede hacer después. Nos acompañamos en este momento para que no solamente el “Día D”, sino todo el proceso fuera un recuerdo especial.
–Cada gesto, en cada foto, parecían una pareja real.
–¿Con Mathieu? ¡No! [se ríe]. Él está en pareja, yo tengo la mía. Lo que pasa es que es muy especial lo que uno puede vivir como artista. Se puede llegar a tener una relación muy íntima con un colega de trabajo. No quiero decir “íntima” en el sentido físico o carnal, va más allá: es espiritual. Con Mathieu hubo historias en las que tuve que amarlo, como en Onegin tuve que rechazarlo y cuando uno trata de ser lo más sincero posible en el escenario para que la gente pueda emocionarse –porque uno debe ser sincero para que eso ocurra– es verdad que la relación entre nosotros se torna muy íntima. Hay amor, mucho amor, no solo en el escenario sino afuera. Él es una persona muy humilde, que está siempre a la escucha y con respeto por sus compañeras; tiene un talento enorme para construir personajes, y a través de las miradas y la forma de acercarse, se puede sentir lo que está viviendo.
–¿Son inusuales estas características que señalás en un colega: la humildad, por ejemplo?
–Mathieu Ganiou es un ícono de la Ópera de París: desde los 20 años es danseur étoile, entonces uno podría imaginar que es la star de la star. Pero siempre tiene una mirada hacia un bailarín que acaba de entrar en la compañía, una sonrisa, una palabra. Uno puede llegar a lo más alto, y brillar en ese lugar alto, pero es muy lindo cuando encontrás personas que saben bajarse de ahí una vez que el telón se cierra.

–Sin querer estás hablando de cómo sos vos.
–Tratamos [sonríe, con modestia], es superimportante. De lo contrario, te podés encandilar y no ver una pared.
–A propósito de cartas, una vez me contaste que a poco de llegar a París habías escrito una con la lista de razones por las que te querías volver. ¿Te acordás qué decía?
–Sí, me acuerdo. Al final nunca se la envié a mi mamá. La tiré a la basura. Era un momento en el que en mi familia las cosas estaban complicadas y la distancia que me separaba de mis padres para poder sostenerlos hizo que escribiera esa carta. No tenía que ver con mi carrera. Había puesto algo como París es frío, la gente corre por las calles, no se toman el tiempo de hablarte. Entraba el invierno, con poca luz, y me había pegado una depresión [se ríe]. Tenía 19 años. Pero yo me fui mucho antes, a los 15, entonces llevaba largo rato lejos de mi familia, y me estaba alejando todavía más. Pensar en tomarse un avión y estar al otro día no era una opción. Es complicado no poder tener las riendas en la mano para manejar las cosas como uno quiere.

–¿Y cuándo agarraste las riendas o qué cosas te hicieron pensar: ahora el control lo tengo yo?
–Hubo altos y bajos. Después de los primeros tres meses que estuve como refuerzo de la compañía, recuerdo que volví a dudar, me enojé con la Ópera, decía si no me quieren, me voy a otro lado. Ahí estuvo mi mamá –mis padres siempre ahí para sostenerme– preguntándome: ¿Qué es lo que vos querés, Ludmila? Tenés que creer en eso y lo vas a lograr. Ahora bien, o confiás al 100% en vos o tomás tus cosas y agarrás otro camino. Cuando ingresé finalmente en la Ópera de París y me dieron un contrato de bailarina estable pude decir: ya está, ahora tengo que ir lo más alto posible. Había conseguido lo que necesitaba, ese ticket de entrada, para ya nunca más hacerme la pregunta de si me quedaba o me iba.
–¿Y si hoy volvieras a escribir una carta: qué le dirías a tu madre, que era la inicial destinataria, y qué a París?
–Convengamos que París sigue siendo fría en invierno [se ríe otra vez. Por la pantalla de la videollamada deja entrar el verde de su ventana. Allá está comenzando la primavera]. Escribiría sobre la sorpresa que me genera todo lo que pasó: jamás hubiera podido imaginar la historia que viví, el camino que hice; haber llegado hasta acá, encontrado a la gente que encontré, trabajado con todos esos coreógrafos y bailarines. Y ver las obras que veo: eso es lo que me encanta de París también, ir al teatro todas las semanas me regenera. Lo que más me gusta de la ciudad es todo lo que te ofrece para que tu espíritu pueda nutrirse, para hacerse preguntas, formar tus gustos, descubrir cosas, pensar diferente o mirar desde otro punto de vista. Y a mi mamá le diría que sí, tuvimos altos y bajos, pero salimos adelante. Y salimos bien.
–¿Viajarán tus padres y hermanos a verte bailar en la última función? Cuando te nombraron étoile, me acuerdo que decías: “No tenía ni un amigo en la sala”.
–Sí, ahora sí. Mucha gente todavía me sigue escribiendo porque quiere venir. También hubo personas que encontré durante las funciones de Onegin, entre el público, que me decían: “¡Ya tengo mi entrada para el 17!” Estarán los balletómanos, toda esa gente que nos sigue. Recibo mucho amor, pequeñas palabras, mensajes que hacen que sea muy emotivo. Vendrán amigos de varios lugares del mundo, la familia argentina, la familia francesa. Estoy todavía con la lista, que es lo más complicado. La gestión para ese día es como la de una boda.
–Bueno, vos no te casaste.
–No, estamos pacseados [un PACS en Francia es un Pacto Civil de Solidaridad para parejas].

–¿Cuándo le pusiste fecha al retiro?
–A mí no me gusta mucho programar nada con anticipación. El año pasado estuve un poco más lejos de la Ópera de París, con otros proyectos, trabajando en coaching con compañías y haciendo formaciones, por ejemplo, sobre administración cultural. Lo que pasó es que cuando empezó esta temporada [que en el hemisferio norte va de septiembre a junio], me desgarré una pierna y tuve que parar. Yo quería todo: hacer una nueva creación con William Forsythe, bailar Mayerling y Onegin con Mathieu, luego Appartement de Mats Ek, y después volver a tomarme un tiempo para explorar. Pero me lastimé y fue un corte; me dije: ¿qué hacemos ahora? Volví a meter la cabeza en el futuro y enseguida encontré la llama para avanzar, con mucha emoción y excitación. Cada vez me salen más cosas nuevas. Sentí que era el momento de finalizar este capítulo de mi vida y poder estar al ciento por ciento en lo que viene. Así que hablé con José Martínez [el director del Ballet], y vimos que terminar con Appartement era como cerrar un círculo. Seguiré bailando, pero ya no con todo lo que conlleva trabajar en una institución como la Ópera de París. Hay días en los que te duele el cuerpo y decís que se termine esto de una vez y otros que pasás un momento genial en el estudio y pensás ¡wow, lo voy a extrañar! Pero la verdad es que en tres o cuatro meses tengo la posibilidad de hacer todo lo que me gusta: un repertorio clásico dramático y un repertorio contemporáneo, que muestra mis dualidades, las dos facetas que me completan, que amo y que disfruto. Puedo decir: estoy completa.
–Appartement, de Mats Ek pareciera, en verdad, un final poco académico para una étoile de la Ópera de París.
–Puedo hacer las cosas como la gente se las imagina o a mí manera, y generalmente las hago a mi manera. Soy así, me cuesta tomar decisiones, pero una vez que las tomé, no hay vuelta. Me hice millones de preguntas y lo que siento es que el momento es ahora.
–Sobre ese interés por explorar y formarte en otras facetas, ¿pensás ir hacia una dirección cuando dejes de bailar?
–Me gustaría dirigir una compañía y me quiero formar para eso. Cuando converso con gente que está en esos puestos me doy cuenta de que cada teatro tiene sus problemáticas, se enfrentan a cosas distintas en cada lugar. Me interesa trabajar en la transmisión artística directa con los bailarines y paralelamente estoy haciendo capacitaciones en gestión cultural, acá en Francia, para poder tener una mochila un poco más grande. No sé cuándo ni dónde, pero sí, quisiera dirigir una compañía y transmitirles a los artistas el sabor de las cosas, permitir que puedan probar diferentes platos y seguir prendiendo las luces de los teatros del mundo para que haya siempre un espectáculo de danza. Es un arte que hay que defender, cuidar y seguir inspirando. Mi carrera en la Ópera de París tiene sus años, formé parte de un período y vendrán otros a aportar lo suyo. Lo importante es el savoir faire. Mi métier necesita realmente un saber; en esto no puede haber una máquina que lo haga.
–En esos intercambios de experiencias que mencionás, ¿de quiénes aprendiste?
–Con cada coach que trabajé traté de mantener estas conversaciones. Con Ghislaine Thesmar, por ejemplo: su forma de transmitir era increíble; pero también Clotilde Vayer, Patrice Bart.
–¿Hasta dónde llega el poder de “transmitir”?
–La clave es de qué manera transmitir una obra para que el otro se la pueda apropiar y hacer de ella “su” obra y, a la vez, cómo dejar de lado lo que vos fuiste, lo que sos como bailarín, para pasar aquello que la pieza pide. Obviamente hay un personaje, una psicología, una situación, una pregunta y una respuesta, pero lo que se va a construir es una reflexión de ese personaje que no va tener la misma emoción en uno que en otro. Cuando el bailarín logra sentir que entendió lo que se está buscando, lo que el coreógrafo quiso decir, entonces lo puede digerir y crear a su manera, puede ser sincero y brillar de una forma natural, ser uno mismo en el personaje. En esto, es muy diferente el trabajo con los solistas que con el grupo, donde hay que lograr una unidad, pero sosteniendo cada individualidad, y que el cuerpo de baile sienta el orgullo y el valor de saber que es uno de los pilares más fuertes de una obra. Hay que inspirar a la gente. Yo siento que paso un buen momento en el estudio cuando alguien me está dando una palabra, una idea, algo que merece que llegue a mi casa y siga pensando en eso.
–Inspirar es un don y estábamos hablando de formación. Esto me hace pensar en las grandes estrellas que dejan de bailar y pasan al otro lado del mostrador.
–No creo que un título te dé la capacidad de ser un buen pedagogo. Por otra parte, hay dones, virtudes que la gente tiene o no tiene, y al dirigir una compañía existen muchas cosas por fuera de lo artístico que cuanto más te formás menos tenés que aprender en el momento para resolverlas. Acá, en la Ópera de París, por ejemplo, hay dos teatros [el Palacio Garnier y la Bastilla], 180 funciones de ballet por año y cuando ves este mastodonte decís ¡wow! El director del ballet, obviamente, se ocupa de lo artístico, pero tiene un montón de tareas administrativas a cargo, para las que no hemos sido preparados.
–¿Cómo está tu cuerpo a los 41 años, de cara al retiro?
–Me recuperé bien de la lesión. La pieza de Mats Ek me pide un poco más de fuerza en la zona de las caderas, que se inflama, y me dice Hello, don’t push too much. Hay secuelas de lesiones antiguas, aparecen dolores, alarmas. Eso es un poco cansador. Uno tiene todavía el registro de cómo trabajaba a los veinte años y a veces me pongo a bailar a full y el cuerpo me recuerda que no tiene más esa edad, y si te olvidás puede ser peligroso, especialmente cuando estás en una creación, que te va pidiendo a cada instante y no sabés adónde vas, cuándo respirar, cuándo poner más potencia, cuándo bajar y relajar. Un movimiento en falso a los 41 años puede ser brutal.

–¿Cómo se aprende a llevar la relación con el dolor físico?
–Todos tenemos carreras e historias diferentes respecto de eso. Hay gente que se lastima más. Yo tuve lesiones, pero no como las que he visto. La relación que tiene uno con el dolor es muy personal respecto de las heridas. Y no sé si podría decirte que uno se acostumbra. Cuando me duele algo, no tengo ganas de estar gestionando el dolor en la noche, esperar a la mañana a ver si calentándome va a ir un poco mejor. Psicológicamente eso es muy cansador; te levantás y te acostás escuchando y sintiendo a tu cuerpo, y si tenés problemas crónicos es pesado. Te empiezan a agarrar miedos. Te hacés millones de preguntas.
–Con la “gestión del dolor”, como decís vos, viene la gestión de la emoción. La frustración, por ejemplo.
–Exactamente. Eso no lo voy a extrañar cuando deje de bailar, al revés, va a ser un alivio.
–¿Y qué es lo que más vas a extrañar?
–La preparación para un espectáculo, esa adrenalina, el momento en el que uno empieza a transformarse, a entrar en otra historia, en un personaje. Las luces; escuchar a la orquesta afinando desde coulisses; todo el ritual que hay antes de una función. Y después, por supuesto, el tipo de relación que tenemos todos los días en esa pseudofamilia o tribu que integramos. Aunque si logro hacer lo que quiero, no voy a estar tan lejos.

–¿Y qué te pasa con la idea de perder la relación con el público?
–Es verdad que no vamos a poder hablarnos directamente, pero público siempre va a haber. La gente paga una entrada, se toma un colectivo, va al teatro. Eso es lo importante.
–Ahora que ves la historia completa, ¿crees que fuiste audaz?
–Sí, siempre fui audaz y lo sigo siendo. Ahora estoy cerrando esta etapa y sé adónde voy y qué quiero. Audacia nunca me faltó. Muchas veces tomé decisiones sin preguntarme si iba a ser difícil. Dejé mi país, mi familia, no hablaba el idioma y vine a París a encontrarme con gente que no conocía. Todas esas experiencias hicieron que hoy pocas cosas me den miedo. Por ejemplo, si me tengo que volver a mudar a un lugar donde no conozca su cultura, no me va a dar miedo. Tengo que convencer a mi familia de que me acompañe, eso está más complicado.
–¿Y qué te da miedo?
–El mundo. Lo que uno ve afuera.
–¿Afuera de dónde?
–Afuera de un teatro. ¡Menos mal que tengo un trabajo que me hace desaparecer durante unas horas! Un refugio. Hay ciertas cosas que pasan en el mundo que dan miedo. Por ejemplo, lo que pasa con Trump, Ucrania, Putin. Las peleas: derecha, izquierda, arriba, abajo. Al final, no hay una toma de conciencia que haga que la gente pueda actuar con valores básicos, mínimos, pero importantes con todo lo que tenemos atrás, con lo que uno podría aprender de la historia. Hablábamos el otro día sobre las noticias y la rapidez del mundo. Eso estuvo siempre, pero hoy se siente mucho más.
–¿Te referís a las redes sociales?
–Las redes nos tienen todo el tiempo conectados y no hay momento de poder separarse, desapegarse de ese movimiento. Estamos permanentemente comunicados, enviando y recibiendo información que, a la vez que instantánea, es poco profunda, a no ser que tengas ganas de ir a explorar. Se pierde el recaudo de tomarse un tiempo para uno, para reflexionar.
–Para hacer una introspección.
–Es eso. Lo que me da miedo es la falta de introspección del ser humano. Creo que sería lo único que va a permitir una verdadera evolución personal y por consecuencia, general, dejando de poner la mirada en el afuera, juzgando, criticando. Mi refugio, el arte de la danza, me permite escapar de esa realidad, pero no simplemente porque bailamos cuentos de hadas como La bella durmiente o El cascanueces sino porque también podemos hablar de la vida, del mundo, actuar como un reflejo para que haya una reflexión, una comprensión, una visión de lo que somos, hacemos y queremos o no. Bailando Pina Bausch reflejás la condición femenina, con Mats Ek las relaciones humanas, Crystal Pite te recuerda que no sos más que otro ser en el planeta, migrando, sobreviviendo. Por eso adoro mi métier, porque te hace crecer, porque te hace comprender el mundo de otra forma, no solamente a través de discursos y acciones, sino con una reflexión del alma, esa otra parte que dejamos muchas veces de lado.

–Por fuera del arte solías tener otras prácticas que favorecían el uso del tiempo y la reflexión que promovés: tus excursiones a la montaña, por ejemplo.
–Hace tiempo que no salgo de campamento. Estamos buscando una casa de campo para tener otro refugio, para que los fines de semana podamos irnos, sin vecinos ni nada; con el horizonte. Sigo buscando como puedo algún lugar que me de lo que me gusta de la naturaleza: espacio, silencio, calma. Tratando de seguir mi vida citadina con proyectos que me llenan y me hacen muy feliz. Cómo manejar mis dualidades, siempre en la búsqueda del equilibrio. Así es mi vida.
–“Poder decir adiós es crecer”: ¿conocés la canción de Gustavo Cerati?
–Sí, linda frase. Este es el adiós de una etapa, pero mirá: una semana después de la despedida en París estaré dando clases de repertorio en Nápoles; tengo que hacer galas con Friedemann Vogel [excepcional figura del Ballet de Stuttgart]; después viajo a China y en agosto, a la Argentina para la gala por los cien años del Ballet Estable del Teatro Colón [va a bailar con Daniel Proietto, otro talento local radicado en Oslo]. Estamos en contacto con Julio Bocca también por Onegin, a ver si puedo sumarme en octubre. Lo que quiero marcar ahora es un corte importante con la institución. Les adius, sobre todo, son un homenaje donde se reúne la gente para festejar a un artista. No es que dejo las zapatillas y no bailo más.
–¿Te quedó algún rencor por no haber tenido tu oportunidad en el Ballet del Colón?
–No, no. Solo espero que el Colón pueda avanzar, porque está estancado hace tiempo. Deseo que pueda haber mejores condiciones para los bailarines, una mejor salida, un recambio de generación lógico. No quiero decir que todo el mundo se tenga que jubilar a los 41 o a los 42 años, como yo, pero en algún momento hay que hacerlo, dejar el lugar a los otros; para mí es un sistema que no funciona y es importante solucionarlo. Cómo, cuándo y dónde, ese es otro tema. Ahora ¿rencor? Yo no tengo ningún rencor. Estuve allí en un período en el que no había lugar para mí, eso fue hace veintitantos años, y sería muy estúpido de mi parte guardar rencor por eso. Lo único es que veo que desde hace tanto tiempo eso no ha cambiado y me duele. Espero y les deseo que puedan avanzar. He hablado con gente que conozco para contarles qué cosas tenemos acá, las formaciones y la preparación a la que accedemos para empezar a pensar en una segunda vida. Hay varios pequeños elementos que hacen que un bailarín tenga una salida digna, no es sólo lo económico.
–¿Fantaseás con volver al país?
–Me gustaría poder hacerlo. Hay una persona que admiro mucho en Chile, Carmen Gloria Larenas, la directora del Teatro Municipal de Santiago, que es inteligente, hace cosas muy importantes para la danza y estamos siempre en contacto; charlamos sobre Latinoamérica. Y me gustaría volver a Buenos Aires en algún momento, lo hemos hablado con mi pareja; él tiene un hijo de diez años, todavía es chiquito, así que vamos a esperar un poco a que sea más independiente y quizá en unos años regrese para ayudar con lo que pude haber aprendido acá. Por el momento no es posible.
–Con el diario del lunes, ¿qué hubieras hecho diferente?
–Quizá me hubiera estresado menos [se ríe]. Es la vida que me tocó y en muchos niveles no puedo quejarme. Hubo momentos difíciles, pero ninguno terrible. Las decisiones que tomé fueron las que quería y si me pegué contra una pared me levanté y giré a la derecha o a la izquierda. Esta soy yo. No cambiaría nada.

- Una estrella entre dos mundos
El jueves se inauguró en la Maison de l’Argentine en París la muestra Una estrella entre dos mundos, de la fotógrafa francesa radicada en Buenos Aires Anita Pouchard Serra, quien retrató durante los últimos seis años a la bailarina Ludmila Pagliero. Algunas de las imágenes de su ensayo documental acompañan esta nota. “Es un adelanto de la historia íntima y profunda de la étoile del Ballet de la Ópera de París, una institución conocida por su falta de apertura a bailarines formados fuera de su escuela. En 2012, Ludmila se convirtió en la primera argentina y latinoamericana en alcanzar el título supremo. Es una historia llena de sueños, superación y pasión que va más allá de la danza y el escenario, y que busca revelar a la mujer que forja a la artista”, escribió Pouchard Serra: “Es también un diálogo entre ella y yo, entre dos mujeres de la misma generación, entre dos soñadoras que han adoptado el país de la otra, entre Francia y Argentina, entre dos culturas que nos hacen un poco de aquí, un poco de otro lugar. Para mí también es un regreso al mundo de la danza, que fue mi escuela y formación profesional en mi juventud, lejos de mi trabajo actual de fotoperiodista”.
-Contame, Ludmila, sobre las fotos que se están exponiendo en la Casa Argentina en París.
-Anita Pouchard Serra, fotógrafa franco-argentina, me contactó justamente por eso: por mi vida en Francia, viniendo de uno de los países que ella más ama. A mí siempre me atraen las cosas fuera de norma y ella viene de otro mundo, el fotoperiodismo, no hace la típica foto de un bailarín, no busca el salto más grande. Tiene esa facilidad para contar historias de otra manera. A mí no es algo que me encante posar para las fotos, pero cuando me explicó lo que quería hacer le dije Probemos, empecemos a reunirnos: yo, vos y tu cámara. Y obviamente nació una amistad… y un montón de imágenes de estos últimos seis años en diferentes momentos en los que ella ha podido viajar.
-¿Van a hacer un libro?
-Anita va a estar en mi despedida y vamos a seguir un poco más también, para que se vea que no hay un final sino una transformación. Nos gustaría el año que viene publicar un libro.
Fuente: La Nación