¿Te vas a la playa? Pulperías, castillos embrujados y sandwiches gourmet, diez paradas imperdibles de la ruta 2

Pocas rutas de la Argentina tienen una carga simbólica que las ata inexorablemente a sus destinos. Una es la ruta 2: no hay manera de adentrarse en ella sin la sensación de estar viajando hacia el mar.

Mientras la gran ciudad y los suburbios van quedando atrás, aparece la llanura bonaerense en su máxima expresión, el campo y su horizonte interminable poblado por algunas vacas y caballos. Y, cada tanto, las numerosas canteras –que luego se convirtieron en lagunas, hoy la mayoría desiertas por la sequía– de donde se extrajo la tosca para rellenar la obra que en la década del 90 cambió para siempre este icónico trayecto: la reconversión de la ruta en autovía. Sin embargo, la primera transformación de la ruta 2 se produjo hace casi un siglo, en la década del 30. Fue en 1938, cuando se inauguró su pavimentación. Un hito que es señalado como el principio de la masificación de Mar del Plata como destino, ya no sólo de los sectores más acomodados de la sociedad, sino de las mayorías populares.

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Pocos saben que la ruta 2 se llama Juan Manuel Fangio. Se le dio ese nombre en 1993 cuando se iniciaron las obras para sumar dos carriles más, una demanda de todos los pueblos de la traza debido a la enorme cantidad de accidentes que se producían –sobre todo– durante la temporada. La autovía fue inaugurada recién en 1999 y, desde entonces, multiplicó su caudal de tráfico y el acceso a todo lo que los porteños atesoran en el trazado: castillos de familias de prosapia, paradores emblemáticos, pantagruélicas parrillas, termas, singulares sándwiches, lagunas, pulperías y sierras.

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Castillo de Guerrero

KM 97

La imponente casona de 150 años fue set de películas pero también de una historia real y trágica: el asesinato de Felicitas Guerrero. Hoy museo, guarda en su interior el arma que le dio muerte.

En el kilómetro 96,9, tomando la salida hacia Brandsen, sobre la mano en sentido a la costa, empieza el camino hacia un sitio cargado de historia, misterio, intrigas, muertes y, dicen también, fantasmas. Un pequeño tramo sobre la ruta 215, hasta la rotonda con la ruta 6, y desde allí hasta la 210, para luego doblar hacia el pequeño pueblo con nombre de comarca holandesa, Domselaar, partido de San Vicente. En el kilómetro 58 de la ruta 210, allí está ubicado el Castillo Guerrero, como lo llaman los lugareños. Una imponente casona de 150 años y 24 habitaciones que ha servido de escenografía para películas como Crónica de una fuga, de Adrián Caetano; Cornelia frente al espejo, de Daniel Rosenfeld, o El cuento de las comadrejas, de Juan José Campanella, entre otras. En su interior, el castillo guarda, como un trofeo, el arma que le dio muerte a Felicitas Guerrero en 1872, cuando apenas tenía 25 años, en manos del despechado pretendiente Enrique Ocampo.

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Mabel Podestá, que investiga la historia de los Guerrero desde hace más de 20 años, recibe a los visitantes con un mantra: “Les voy a contar la verdadera historia de Felicitas Guerrero, que no es la historia oficial que se contó en los expedientes judiciales, sino la que trascendió en la familia a través de generaciones, contada por testigos presenciales”. Ella juntó retazos de sus charlas con Josefina Guerrero, sobrina nieta de Felicitas, fallecida en 2018. Josefina escuchó desde niña el relato de sus abuelos, María O’Connor y su esposo Antonio, hermano de Felicitas, quien tenía 14 años cuando mataron a su hermana y fue una figura clave cuando ocurrió el hecho. Felicitas se había casado el 2 de junio de 1864, contra su voluntad, con el que en aquella época fue el hacendado más rico de Buenos Aires, Martín de Álzaga Pérez, quien era 32 años mayor que ella. El matrimonio duró apenas seis años, ya que Martín murió a los 56 años, el 17 de marzo de 1870.

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A los 24 años, Felicitas quedó viuda y dueña de una inmensa fortuna y más de 70.000 hectáreas. Luego de un año de riguroso luto, comenzó a asistir a reuniones sociales y descollaba en los salones de la alta sociedad por su belleza, sus buenos modales y sus virtudes. Tanto es así que el poeta Guido Spano la llamó “la mujer más bella de la República”, “la joya de los salones porteños”. Obviamente, no le faltaban pretendientes y uno de ellos era Enrique Ocampo, tío abuelo de las escritoras Victoria y Silvina Ocampo. Pero ella tenía su corazón depositado en Samuel Sáenz Valiente, joven de su misma edad y también terrateniente. La noche del 29 de enero de 1872, en una reunión familiar en la quinta La Noria, en Barracas (quinta que había pertenecido al abuelo de su esposo), ella y Samuel iban a anunciar su compromiso. Ocampo se presentó y pidió hablar con Felicitas. Fuera de sí, le dijo que, si no se casaba con él, no se casaría con nadie y, ante la negativa, le disparó. Antonio Guerrero, hermano de la víctima, y su primo, Cristián Demaría, acudieron al lugar. Ocampo fue ultimado de dos balazos. Felicitas agonizó toda la noche y falleció al día siguiente, el 30 de enero de 1872. Antonio fue quien, por pedido de su tío Bernabé Demaría, ocultó el arma de Ocampo durante casi toda su vida y, luego de 60 años, decidió contar lo que había vivido aquella noche y sacar a la luz el arma. La causa se cerró como crimen pasional y suicidio de Ocampo. Esa es la versión oficial. La versión verdadera de lo ocurrido es contada cada domingo a los visitantes.

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Atalaya

KM 113

La historia detrás del icónico parador de aire retro, una empresa familiar que apostó por la profesionalización, vende 13 millones de medialunas anuales y busca expandirse en todo el país.

Antes de arribar a Chascomús, está el primer parador icónico de la ruta 2. Desde 1942, Atalaya es sinónimo de muchas cosas, pero sobre todo de vacaciones. A aquel que escuche ese nombre la memoria afectiva seguramente le dibuje una sonrisa en la cara: la nostalgia de los largos viajes a la costa y el recuerdo de esta escala feliz. Atalaya fue fundado por los hermanos españoles Juan Ángel y Odilo García, dos pioneros que aprovecharon el boom turístico de los años 40 para montar un parador con comidas típicas de España. En 1959, la sociedad fue vendida a un grupo de empresarios argentinos, entre los que estaba Víctor Castoldi, abuelo de Juan, actual vicepresidente del Parador Atalaya. “A partir de ahí, se empieza a argentinizar, la medialuna tomó fuerza, también había parrilla y platos”, cuenta.

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El parador “original” de Atalaya está ubicado en la mano que va hacia la costa. Es una construcción con cierta inspiración googie –el estilo futurista propio de la era del automóvil en la California de los 40– que hoy luce, por el contrario, casi como “retro”, con el arcoíris curvo envolviendo el edificio principal. Por dentro, la renovación vino de la mano con un toque hipster, pero sin perder el aroma a medialunas que todavía se cocinan –en su mayoría– en horno a leña. Enfrente, en espejo, está el otro parador, construido en 2012, en la mano hacia Buenos Aires, para evitar que los clientes cruzaran peligrosamente la ruta para comprar los regalos antes de volver de las vacaciones. Juan hace un repaso de la historia reciente: “En la década del 90, con la construcción de la autovía, el volumen se multiplicó; en los años 2000 comenzamos a abrir locales propios, fue un hito; y en 2018 iniciamos la era de las franquicias”. Atalaya está en plena expan – sión, más vivo que nunca. Y se siente. En 2022 vendieron 13 millones de medialunas. Y este año proyectan llegar a los 17 millones, gracias a sus nuevos locales de Pilar y San Telmo, a los que sumarán Aeroparque, Ezeiza, La Plata, Ituzaingó y otros barrios de CABA.

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Chascomús

KM 115

Un casco antiguo muy bien conservado, la laguna enorme para practicar deportes náuticos, la costanera y una propuesta gastronómica renovada en la ciudad natal de Alfonsín.

La laguna de Chascomús atrae como un imán, en especial por el circuito de más de 30 kilómetros que la rodea en forma completa (y totalmente pavimentado), y por su bella costanera recorrida por parques prolijamente cuidados, arboledas centenarias, el casco histórico, sus calles empedradas, los frentes coloniales y sus numerosos bulevares, uno de ellos decorado por el llamativo Reloj de los Italianos, un emblemático monumento de siete metros de altura inaugurado en 1939. El origen de Chascomús está ligado a la historia más primaria del país, en la disputa del territorio entre las fuerzas federales y las tribus que habitaban estas tierras. Vale la pena dar un paseo alrededor de la Plaza Independencia para apreciar la catedral, la Municipalidad (construida también en 1939 para reemplazar la de 1856, más conocida como “el cabildo”), el impactante Banco Nación, y todas las construcciones aledañas, como la casa de Vicente Casco, donde se filmó la película Camila. También resulta imperdible la visita a la Capilla de los Negros, un sencillo edificio de 1862 que funcionó como hospital para mulatos durante las epidemias de viruela, fiebre amarilla y cólera

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En el casco histórico también hay misterios ligados a la masonería. De ello se enteraron Matías Andía y Lucrecia Barnetch cuando compraron la vieja casona que albergó la primera farmacia de toda la provincia de Buenos Aires para montar allí un coqueto hotel boutique, al que bautizaron –lógicamente– La Botica. Perteneció a Fernando de Arenaza, fundador de la Sociedad Nacional de Farmacia y miembro de la logia Unión del Sud Nº 45 de esa localidad. La pareja había decidido emprender en el rubro hotelero en 2017, tal vez visualizando el capital inexplorado de este destino bonaerense, en una casa que había pertenecido a Raúl Alfonsín, el personaje más famoso del pueblo, donde hoy funciona Casa Laurel (Verdú). Con la pandemia tuvieron que cerrar y decidieron emigrar hacia España. Pero el pago tiró más y pegaron la vuelta. “Vimos que esta propiedad estaba disponible y nos mandamos”, cuenta Matías. Empezaron a remodelarla en diciembre de 2021 y abrieron un año después. Mientras tanto, fueron descubriendo la historia “oculta” en esta propiedad, que habla mucho también de la historia de Chascomús. La farmacia funcionó desde agosto de 1852 hasta 1910. Después pasó por varios rubros, fue pensión, hotel, mueblería, un espacio cultural, cervecería. Antes de que Matías y Lucrecia la compraran, estuvo abandonada durante tres años. “En el patio, hay una entrada a los túneles que conectan subterráneamente al casco histórico, con los puntos clave del pueblo: la Municipalidad, la catedral, el teatro. Dicen que eran para escapar de los malones”, revela.

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La Botica es una muestra más de que, en los últimos años, en Chascomús empezaron a aflorar nuevas propuestas, de la mano de la promoción turística que, luego de la pandemia, parece haber despegado con fuerza. De esa movida es parte Chancho Aurelio, el restaurante de Alejandro Hermann, un chef local que volvió para recuperar una vieja esquina y también el icónico cartel del antiguo cine del pueblo, que se luce en el patio interno del restaurante. Alejandro y su familia estaban viviendo en Bariloche, donde habían levantado el clásico Gino Café. Sin embargo, la pandemia les reveló la necesidad de volver a Chascomús, donde montaron un bello espacio –decorado con muy buen gusto– y con una amplia cocina a la vista. Allí Alejandro y su equipo despliegan un menú que cruza platos típicos –como el pejerrey– con otras creaciones, como una deliciosa bomba de papa y pollo al curry. La renovación se ve por todos lados. Tomarse un café en Mulé, una suerte de parador muy bien puesto a orillas de la laguna, donde los habitués concurren para charlar y leer el diario, o degustar alguna de las 16 variedades de cerveza artesanal en el local de KiBor –también con una excelente vista a la laguna–, un emprendimiento de dos amigos locales (Jorge Bordenave y Mariano Fernández de Liger) que montaron una minifábrica realmente ejemplar. Los helados de Chilly, toda una sensación en Chascomús, o la apuesta gastronómica de Haroldo, otra cervecería artesanal con una excelente propuesta de tapeos. Y los nuevos aires también llegaron al ACA, la histórica estación de servicio ubicada sobre la ruta, que renovó su carta de la mano del chef Matías Valero, con una propuesta que eleva la vara en materia de platos y sándwiches (imperdible el de pastrón).

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La Matera

KM 157

Sus sándwiches gourmet son sensación. Productos de calidad y buenas combinaciones, la clave del éxito. El discreto puesto de madera, con cola casi garantizada, se detecta a la altura de Lezama.

Lezama goza de un raro privilegio para esta altura de la historia. Es el último partido que logró su autonomía en la provincia de Buenos Aires (se separó de Chascomús en 2009). La ruta 2 fue justamente el escenario de aquellas recordadas protestas, que solían interrumpir el tránsito en plena temporada. Uno de los epicentros fue el Boulevard Libres del Sur, donde ahora está el pequeño local de La Matera, la sandwichería gourmet que es parada obligada. El emprendimiento nació hace casi 18 años, en 2005, y es comandado por Marcela Ortiz, junto con su esposo, Pablo Suárez, sus dos hijos, Irina y Joaquín, y su sobrino, Santiago Guerrero. Marcela y Pablo decidieron dejar sus empleos para abocarse a lo que, en principio, iba a ser un local de venta de productos regionales. Por recomendación de los clientes, probaron con los sándwiches gourmet. Y fue un boom. ¿La clave? La selección de proveedores, dicen. Son sólo cuatro y los cuidan como si fuesen parte de la familia. La calidad de los productos es excelente, pero sobre todo sus combinaciones: tomates secos, queso de cabra, berenjenas en escabeche, jamón crudo… Todo rico y muy abundante. Se entregan en bandejita de cartón y hay que comerlos ahí, a la vera de la ruta. Sin sombra en verano, sin reparo en invierno. Con todo, la fila se arma siempre.

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Un sencillo local de productos regionales se transformó en parada gourmet.

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La Raquel

KM 168

Después de años cerrado, reabrió el famoso “castillo de Castelli”. La estancia, que perteneció a la familia del hermano de Felicitas Guerrero, invita a pasar días de campo y hay un proyecto de hotel boutique.

El casco de la estancia aparece envuelto en un precioso parque a orillas del río Salado. Un revuelo de árboles y cuidados jardines rodean la casa: una suerte de castillo que irrumpe en la pampa húmeda. La elegante mansión fue construida en los últimos años del siglo XIX y tiene un carácter definitivamente ecléctico que se forjó con las sucesivas renovaciones (circa 1916 y 1938/9). La propiedad permaneció cerrada al público durante varios años, pero hace unos meses reabrió sus puertas con un programa de días de campo. Cecilia Guerrero y su hijo Matías, descendientes de los primeros Guerrero que arribaron a estas tierras, son los encargados de contar la historia familiar y de recibir a los visitantes. Explica, por ejemplo, que Felicitas estaba tan comprometida con el campo que hizo traer de Europa un puente que facilitó definitivamente el cruce del río Salado. Muy cerca de aquí, está el casco de la estancia La Postrera, donde ella se alojaba. Hoy esa zona ya no es parte de esta propiedad. Fue en estas tierras donde Felicitas conoció a Samuel Sáenz Valiente, que era hacendado vecino y la rescató una noche de tormenta cuando su caballo perdió el rumbo. Ambos se enamoraron perdidamente.

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La propuesta se centra en comida de campo bien ejecutada, especialmente carnes y achuras asadas.

En aquellos tiempos, “el castillito de Castelli” no existía. Se construyó años después de la muerte de Felicitas por encargo de su hermano, Manuel Guerrero, quien decidió llamarla así en honor a su esposa, Raquel Cárdenas. La propuesta gastronómica tiene diferentes alternativas que van variando en el tiempo. Los próximos meses estarán a cargo del chef Luciano Hernández (Quebracho & Hierro) y de Anita Sanchez (Anita Costillares). Todas tienen que ver con la comida de campo de altísima calidad, especialmente en carnes y achuras. A modo de entrada, son infaltables las empanadas. A veces hay opciones de guisos y el flan casero llega puntual a la hora del postre. Después de almorzar se organiza una visita que recorre la historia de la familia, de la casa y del parque. A la hora de la merienda, las tortas fritas se disfrutan calentitas, recién hechas. El parque fue realizado por Frederic Forkel, tiene 350 especies importadas y un diseño de seis calles o ventanas. Los interiores de la casa están cerrados a la visita. Se encuentran en proceso de restauración con la idea de armar allí un hotel boutique. Los días de campo se anuncian en redes.

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Café Quevá

KM 175

Las cafeterías de especialidad no sólo son un fenómeno urbano: en plena ruta a la costa se ofrecen ricos cafés con granos de Guatemala y Perú, a cargo de una familia con un integrante barista.

Una construcción de chapa oxidada, rodeada de árboles, y bien sobre la ruta es el hogar de Quevá, una cafetería de especialidad que surgió de la inquietud de su dueño, Francisco Lockey, un productor agropecuario del partido de Castelli. Entre el tambo, la ganadería y la agricultura, a Francisco le picó el bicho del emprendedorismo y se metió de lleno en el mundo del café. “Algo conocía y me gustaba”, dice, sentado en su acogedor local, donde su hijo Marco, barista de 16 años, prepara un riquísimo café filtrado. En los estantes hay granos de Guatemala, Colombia, Nicaragua, El Salvador y Perú. “Arrancamos en febrero de 2023 como take away, y de a poco vamos sumando opciones”, dice. Además de Marco, trabajan su esposa Pía y sus otros hijos, Ciro, Bianca y Milo.

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El café de granos seleccionados es un imán para los que pasan por la ruta.

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Parrilla Carlitos

KM 215

Desde Maradona hasta el Papa, varios políticos y artistas pasaron por las mesas de este clásico fundado por un inmigrante griego que rinde honor al asado rutero y fue pionero en Dolores.

En el partido de Dolores, además de la posibilidad de optar por un descanso en el Parque Termal, se encuentra otro ícono de la ruta: la parrilla Carlitos, ubicada en el kilómetro 215. María Olivier, su actual dueña, está sentada en un extremo del bodegón, desde donde maneja la caja. Tiene 76 años y desde los 17 trabaja en el mismo lugar. Arrancó acompañando a quien fue el gran amor de su vida, Carlos Kiricos, quien falleció hace 12 años. “Él era el alma del lugar, yo sigo en homenaje a mi marido y al esfuerzo de la familia por mantener esto”, dice. En el salón se despliega una verdadera bitácora de la intensa vida social que atravesó a lo largo de los años. Hay fotos de famosos y políticos, como Diego Maradona, Juan Manuel Fangio, Eduardo Duhalde, Isabel “la Coca” Sarli, Moria Casán, Andrés Calamaro, Joaquín Sabina, Ricardo Darín, Guillermo Francella y Jorge Bergoglio. María cuenta que el pico de popularidad de la parrilla se produjo en tres momentos: luego de que se completara la autovía (“fue un cambio radical”), con la detención en el penal de Dolores de Guillermo Coppola por tenencia de cocaína, en 1996, y con el emblemático juicio por el caso del asesinato de José Luis Cabezas, en 1997.

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El asado hecho a la cruz a metros de la ruta, en Dolores.

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Ama Gozua

KM 274

El gran rescate lo hizo un emprendedor que amaba este restaurante rutero, se enteró que estaba a la venta y decidió comprarlo para continuar con una tradición culinaria que lleva 55 años.

A la altura de la localidad de Maipú, hay otro clásico que estuvo a punto de desaparecer. El restaurante Ama Gozua se ve desde la ruta. Es una esquina antigua, con su nombre pintado bien grande en el frente. Encarna una historia de nacimiento, esplendor, caída y resurrección. Este enclave vasco fue salvado por el amor de uno de sus clientes, Favio Garri, quien se enteró de su cierre durante la pandemia y decidió juntarse con otros socios para ponerlo nuevamente de pie. Ama Gozua abrió en 1968, como iniciativa de Guillermo Ercoreca y de su esposa, Evangelina Bilbao. Comenzaron haciendo morcillas y chorizos para los clientes ruteros. De a poco, se hicieron de su reputación. Luego de la muerte de Guillermo, sus hijos (Guillermo, Miguel y Fernando) continuaron con el emprendimiento. Miguel custodia desde entonces la receta de los chacinados.

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Los típicos chorizos servidos al plato, con papas fritas a caballo.

Tras el cierre, y su posterior adquisición y reapertura, él y el resto de los integrantes de la familia Ercoreca –incluido un mozo, Juan Ignacio– siguen siendo parte del local, ahora como empleados. Miguel elabora los míticos chorizos y morcillas que protagonizan el emblema del lugar: servidos al plato y acompañados de papas fritas a caballo. Quien apechugue con eso hará bien en dormir una siesta antes de volver a la ruta. Si no se anima a tanto, hay lomo de cerdo, milanesas, ravioles y otras minutas.

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La Esquina de Argúas

KM 343

Abre cuando lo dispone su anfitrión, un ex habitué de esta tradicional pulpería que saltó del otro lado del mostrador para extender la vida de un patrimonio cultural y arquitectónico de Mar Chiquita.

En Coronel Vidal, sale el desvío hacia esta tradicional pulpería que abrió sus puertas en 1817. Generoso Villarino tiene 85 años y se lo ve activo. Echa a unos perros que se acercan a su morada, mientras las gallinas y los caballos andan sueltos por el terreno. Generoso se hizo cargo hace 11 años, tras una vida dedicada a las labores campestres. Decidió saltar del otro lado del mostrador. Él, que era un verdadero habitué de las tertulias, ahora es anfitrión de los parroquianos que, día tras día, se reúnen a tomar unas copas y a jugar al truco. Según los registros municipales, Juan Argúas fue el primer propietario de este lugar, declarado Patrimonio Histórico Cultural del Partido de Mar Chiquita. Gracias a ese estatus pudieron hacer obras para mantener en pie este emblema bonaerense, que aún luce sus anchas paredes de barro, un bello cielorraso de tablones de madera y, sobre todo, la típica reja, que está prácticamente completa. Todos los días, Generoso iza la bandera argentina, antes de que lleguen “los de siempre” para aprovisionarse de anécdotas y picadas. Abre aleatoriamente, sin horario fijo, en función de la disponibilidad de Villarino, que no usa teléfono

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L’erbe

KM 397

Desvío ideal para una pausa sin apuro, este restaurante y casa de té es un secreto bien guardado en Sierra de los Padres: cocina y repostería casera en base a aromáticas.

Desde la terraza del fondo del restaurante se divisan las sierritas que se forman ahí, entre arboledas y campo. En Sierra de los Padres todo se ralentiza. Se vive a otro ritmo. Algo que vienen a buscar los marplatenses que se fueron instalando acá. Ana María Gorga y su marido pisaron esta tierra por primera vez en 2004, cuando era casi un paraje. Ella, maestra mayor de obras, y él, techista. “Vinimos a hacer una obra y nos enamoramos”, cuenta. Decidieron plantar aromáticas y crearon un espacio que empezó dedicado a la repostería, pero que luego mutó en un restaurante. Estuvieron allí seis años hasta que se mudaron a un nuevo local, más alejado, donde –desde hace 12 años– despliegan una oferta bien casera y orgánica.

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Las aromáticas se usan en casi todos los platos y en los blends de té que ofrecen.

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Mar del Plata

KM 404

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El final del viaje llega cuando el mar asoma en el horizonte. Mar del Plata es la ciudad que abre sus brazos al turismo prácticamente desde que nació, hace 150 años. Su patrimonio arquitectónico llegó a ser riquísimo, pero mucho de él fue derribado en aras del progreso. Este año, la recuperación de La Casa del Arroyo opera como una reivindicación, un gesto de esperanza ante tanto demolido. La propiedad de Alberto Williams fue abandonada, vandalizada, intrusada, incendiada y tironeada políticamente, pero encontró su renacimiento de la mano de Magalí Marazzo, una arquitecta marplatense, funcionaria municipal y defensora del patrimonio local. Otro hito reciente es la reconversión de tres villas históricas en espacios gastronómicos, apenas intervenidos. En la Villa Santa Paula y en la Villa Gainza Paz, el café Ficus y el restaurante Botánico conviven armónicamente con dos caserones típicos de la ciudad balnearia. En la Villa Victoria –residencia que perteneció a la familia de Victoria Ocampo–, la casa de los caseros (una construcción de estilo francés) alberga también otra sucursal de Ficus, entre lavandas y romeros bien nutridos.

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CRÉDITOS

  • EDICIÓN PERIODÍSTICACintia Colangelo
  • EDICIÓN VISUALJulián Fernández
  • EDICIÓN FOTOGRÁFICAMariana Eliano
  • FOTÓGRAFOSMaxie Amena, Tomás Cuesta, Mauro Rizzi

Fuente: La Nación.