J. D. Salinger. El genio que no quiso ser adorado

La progresiva apertura de sus archivos personales actualizan el magnetismo de un autor que marcó la literatura contemporánea

Dentro de unas pocas semanas, el todavía más o menos respetable Festival de Cine de Berlín abrirá su septuagésima edición con una película que, si bien lo hace de manera oblicua, atraviesa el universo de uno de los escritores más originales del siglo XX, a la vez que uno de sus mitos más poderosos y singulares: Jerome David Salinger. La película se llama Mi año con Salinger (fue dirigida por Philippe Falardeau), y más allá de sus eventuales resultados parte de una premisa que tiene lo suyo: una aspirante a escritora, que entra a trabajar para la agente literaria del célebre, huraño y ya viejo autor de El guardián entre el centeno, debe hacerse cargo de la correspondencia que este recibe a raudales y que solo muy ocasionalmente se toma la molestia de contestar. Al parecer, la mujer se excede en sus obligaciones y se calza de lleno el traje salingeriano; acabará encontrando su voz, o bien quedará presa del influjo del monstruo, como le sucedió en la vida real a cientos de miles.

La anécdota ilustra con imaginación el núcleo de la conflictiva personalidad de un escritor que marcó como pocos el devenir de la literatura de las últimas siete décadas, primero en Estados Unidos y de inmediato en casi todo el planeta, con la particularidad de que lo hizo con apenas cuatro libros, que entregó en el transcurso de una docena de años, antes de retirarse definitivamente -en 1965- de la vida pública (de la que en verdad nunca formó parte). Allí reside, al margen de sus extraordinarios méritos literarios, el misterio que muchos trataron de develar inútilmente, siempre con escasas precisiones y bastante de fábula, respetando poco y nada -pese a la supuesta admiración que le guardaban- las razones del autor y, en última instancia, una decisión que solo lo involucraba a sí mismo. Lo cierto es que el de J. D. Salinger es, en más de un sentido, un misterio decepcionante, al menos respecto del morbo con el que suele pensárselo: una reclusión que en verdad no fue tal, dado que el buen hombre iba a recoger su correo, pasaba por el supermercado y demás trivialidades cotidianas. Se trataba apenas del deseo de no ser molestado, de no participar de las mieles de la fama, de la adoración y del show business literario -con Hollywood y la flamante televisión acechándolo-, aprovechando las formidables rentas que sus libros le depararon desde el primer día para dedicarse a escribir, leer, meditar, criar o al menos ver crecer a sus hijos y convertirse plácidamente en un viejo, antes de que llegara el día que a todo el mundo le llega, y que en su caso lo hizo bastante tarde, muy en contra de lo que el mito hubiese preferido.

De eso acaban de cumplirse diez años -la fecha exacta es el 27 de enero-, y poco antes uno del centenario de su nacimiento. En rigor, Salinger vino al mundo el 1° de enero de 1919, y es lícito preguntarse hasta qué punto no había allí, en ese que reclamaría con todo derecho su papel protagónico cuando todos estaban en principio celebrando otra cosa, ya un signo determinante de lo que vendría. No solo en lo referido a su propia vida -a contramano de la mayoría-, sino también de la de sus personajes, incomprendidos, brillantes pero solitarios, desfasados de su época y de su contexto.

En cualquier caso, la muerte de Salinger reverdeció, hace una década, el enigma de su vida y la valía de su obra, pero antes que nada destapó un arcón de especulaciones y promesas, dicho esto en clave no solo metafórica sino literal: ¿ciertamente existía, como aseguraban algunos -entre otros su despechada o dolorida hija-, un baúl en el que Salinger guardaba con celo unos cuantos originales, que acaso ahora podrían salir a la luz? Algunos medios, en su desmesurado entusiasmo, aseguraban que se trataba de cientos de ellos. Tuvo que pasar algún tiempo para que accediéramos a información más confiable. Primero fue la bastante malintencionada biografía de David Shields y Shane Salerno -este último dirigió además un documental complementario-, de 2013, en la que se hablaba de cinco volúmenes. Entre ellos habría un par dedicado a los Glass, la familia sobre la que gira gran parte de la obra del neoyorquino, y uno que continuaría los pasos de Holden Cauldfield, protagonista de El guardián entre el centeno -o El cazador oculto, como se la tradujo en principio-, la novela de iniciación más deslumbrante e influyente de la contemporaneidad. Los cinco libros se publicarían, afirmaban Shane y Salerno, entre 2015 y 2020, siguiendo indicaciones precisas de su autor. Es evidente que ello no sucedió, pero algún tiempo atrás el hijo menor de Salinger, Matt, salió a poner un poco de orden y decir que, si bien los fans del bueno de Holden tendrían que quedarse con las ganas, había mucho material y que, con paciencia, todo llegaría a sus lectores.

La muestra que acaba de clausurarse en la Biblioteca Pública de Nueva York, que incluyera fotografías, originales y cartas de Salinger, parecería ser la punta de lanza de esa intención de sacar a la luz su legado, así como también parte de su intimidad. Es indudable que esto último lo hubiese horrorizado, pero asimismo los motivos de su hijo y de Colleen O’Neill, su última pareja, parecen sinceros y atendibles: restituir para el autor de Nueve cuentos, entre otras cosas a partir de esas imágenes de abuelo que se desvive por sus nietos, el aura que tantos años de ostracismo y frustración -como dijo un crítico: «No soportamos que el genio nos dé la espalda»- habían desteñido, convirtiéndolo en una suerte de ogro o directamente en el misántropo por excelencia.

Resulta como mínimo extraña esa perspectiva desde la que se lo ha juzgado con frecuencia, si se tiene en cuenta que pocas obras de la literatura moderna transmiten semejante sensación de humanidad. No se trata de confundir vida con obra, como peligrosa o perezosamente propuso su último biógrafo Kenneth Slawensky, sino apenas leer con atención y darle un poco de crédito. Desde El guardián entre el centeno (1951), su primera y única novela, protagonizada por un adolescente cuya mezcla de agudeza y debilidad provoca una empatía ingobernable, a los relatos reunidos en sus otros libros – Nueve cuentos (1953); Franny y Zooey (1961); Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour, una introducción (1963)-, la mayoría de ellos protagonizados por los exóticos y graves hermanos Glass y publicados previamente en la emblemática revista The New Yorker, los textos de Salinger rebosan no solo de humor y lucidez, sino también de una sensibilidad dolorosa y una comprensión de la fragilidad humana incomparables.

Pero lo dicho: el genio prescindió de casi todo, y no se lo perdonaron, ni siquiera habiéndonos regalado ese puñado de libros por el que cualquiera -si este tuviese la bondad de existir- pactaría con el diablo. Tampoco le sirvió de mucho haber sido héroe de guerra -entre otros episodios, participó del desembarco en Normandía-, por más que dejara la piel y terminara internándose en un psiquiátrico para que lo devolvieran mínimamente repuesto (lo que, por cierto, no lo privó de regresar con una esposa alemana de la que se divorciaría enseguida). No le perdonaron su preferencia por las mujeres mucho más jóvenes -una de ellas, Joyce Maynard, tuvo su primavera cuando publicó su venenosa autobiografía en 1998, y a su última pareja le llevaba más de cuarenta años-, ni su reticencia a prestarse a ninguno de los rituales del mercado editorial, incluyendo las fotos de solapa de El guardián. que exigió retirar a partir de la tercera edición. Tampoco le perdonaron que privara a unos cuantos del negocio de las adaptaciones, ni su desidia respecto de los periodistas o los críticos, ni su puntillosidad para cuidar la pureza de su obra.

Ni siquiera lo perdonó su propia hija, Margaret, que a manera de descarga publicó dos décadas atrás una biografía incendiaria. Y sin embargo, la literatura siempre vence. Así es que Margaret, pese a todo, no pudo evitar decir, con absoluta razón: «Mi padre se ha pasado la vida escribiendo cosas bellas». Una vida que para nosotros duró poco más de diez años. Y acaso con eso debería bastarnos.

Fuente: José María Brindisi, La Nación