Vivir en un barrio cerradopone la lupa en Nordelta, el barrio cerrado más grande de Latinoamérica, que cada tanto se convierte en noticia por la sobreabundancia de carpinchos o por las protestas de las empleadas domésticas.
A contrapelo del enfoque que ve a los countries como una burbuja, separada de su entorno, estas páginas cuentan cuál es el sueño de los nordelteños, qué los empujó a mudarse ahí, y cómo los dispositivos para vigilar al máximo los límites con el exterior se ven constantemente transgredidos. ¿Qué hay detrás de esa fantasía de aislamiento y control?
- «Vivir en un barrio cerrado. Cómo se produce la ilusión de confort, pureza y aislamiento» está editado por Siglo XXI
A través de conversaciones con taxistas, pileteros, guardias privados, policías, personal doméstico, sacerdotes, albañiles, profesoras y jardineros, y con muchos propietarios y familias residentes a quienes llegó a conocer de cerca, Ricardo Greene revela la gran heterogeneidad de Nordelta, con barrios donde vive la clase media acomodada y otros más exclusivos. En esa diversidad, advierte un sustrato común: el deseo de vivir una buena vida, sin conflictos ni tensiones, a salvo de la interacción con otras clases sociales e inmersa en una naturaleza domesticada y prácticas de cuidado del cuerpo y del alma.
Sin ánimo de caricaturizar ni condenar, Greene reconoce en esa ética del confort el rasgo específico de las élites contemporáneas y de buena parte de los sectores medios y altos que todavía viven en las ciudades, y advierte la continuidad de prácticas de segregación y pureza racial que se remontan al siglo XIX. Al echar luz sobre las nuevas estrategias para construir ciudadanos blancos legítimos y estigmatizar a los foráneos, este libro ayuda a entender los rituales de exclusión en el mundo actual y sus efectos en la vida colectiva.
A continuación un fragmento del capítulo «La conquista del suburbio»
El conurbano: ese otro desierto
Una explicación habitual para la aparición de countries ha sido la desregulación del mercado de suelos, la privatización de bienes del Estado, las tendencias globales de urbanización y la influencia del capitalismo. Sin restar importancia a esas variables, creo que los barrios privados no pueden explicarse atendiendo solamente a la dimensión económica, y menos aún atribuyéndoles una novedad radical. Por el contrario, solo si asumimos que se trata de aparatos colonizadores concebidos por y a través de relaciones de poder preexistentes podremos entender el verdadero alcance del fenómeno, sus actores relevantes y sus mecanismos clave.
En el caso de Nordelta, la negación y el rechazo hacia una población «ilegítima» y la imagen del área como «un desierto» no proceden únicamente de la historia reciente de la Argentina. Es necesario localizar el fenómeno en una genealogía de raza, clase y «ciudadanía legítima» más amplia, que se remonta al menos hasta el siglo XIX. Podríamos establecer paralelos entre la Conquista del Desierto liderada por Roca y la ocupación del suburbio más de cien años después. Tal vez la «conquista del suburbio» pueda funcionar como descripción fáctica de este proceso.
Un primer aspecto común es que ambos episodios históricos se explican a sí mismos como intentos de controlar territorios supuestamente desocupados. En el primer caso, el sur del país era visto como un desierto o —lo que es más o menos lo mismo— un territorio poblado por «poblaciones ilegítimas» e inútiles. Dijo Alberdi:
¿Qué nombre daréis, qué nombre merece un país compuesto de 200.000 leguas de territorio y de una población de 800.000 habitantes? Un desierto. ¿Qué nombre daréis a la constitución de ese país? La constitución de un desierto. Pues bien, ese país es la República Argentina; y cualquiera que sea su Constitución no será otra cosa por muchos años que la Constitución de un desierto. Pero, ¿cuál es la constitución que mejor conviene al desierto? La que sirve para hacerlo desaparecer (1979: 127).
Así como los Estados Unidos utilizaron la cuadrícula para fundar ciudades, en un esfuerzo por neutralizar la geografía e imponer valores capitalistas al espacio, el desierto se empleó en la Argentina como un discurso para negar a quienes no debían en forma parte del proyecto nacional, es decir, todos aquellos con costumbres y vicios que interferían con la noción de una naturaleza disponible para todos los hombres de buena voluntad» (Podgorny, 1997: 51).
En el caso de los barrios privados, de los más de 1000 construidos en el Conurbano, 70% han sido emplazados en partidos con la más alta proporción de hogares que viven en la pobreza, donde un quinto de la población vive bajo la línea de la pobreza. Pero, como aquellos que ocuparon en el pasado la Patagonia, los residentes de Nordelta pasarían por alto esa realidad cuando hablan. La industria inmobiliaria ha amplificado este discurso al publicitar los barrios privados como utopías construidas en paraísos inmaculados.
Tanto en la Conquista del Desierto como en la del suburbio los recién llegados se han visto a sí mismos como pioneros, «adelantados» y «emprendedores» que con su sola presencia y trabajo lograron dar vida a un área inerte.
Son colonizadores: lo suficientemente valerosos para emprender la conquista de lo desconocido y también lo suficientemente astutos para detectar una oportunidad donde muchos no veían nada. La diferencia entre ambos procesos es que el paralelo está invertido, ya que mientras que la ocupación militar del siglo XIX fue organizada por el Estado con apoyo de capitales privados, en nuestra época los privados se hicieron con el liderazgo y el Estado ocupó una posición secundaria, aunque esencial.

Como muchos chilenos, crecí con una imagen algo idealizada de la Argentina, que la pintaba como un país inclusivo y tolerante, a diferencia del mío, represivo y desigual. Vivíamos en dictadura y del otro lado de la cordillera nos llegaban libros y discos de rock con letras que agitaban el corazón. Con ese bagaje, durante mi primer tiempo como migrante no caí en cuenta de mis prejuicios y fui incapaz, como muchos argentinos y argentinas, de «ver la raza». La situación cambió cuando me puse a escuchar las entrevistas que hacía en la galaxia Nordelta. Una palabra se repetía como un rumor de fondo en boca de los nordelteños: «negros». La expresión se emplea en muchos rincones de América Latina sin intención peyorativa, y así la usan los nordelteños para referirse cariñosamente a algunos pares; pero cada vez que hablaban de quienes vivían extramuros, la utilizaban de manera despectiva, no como descripción de un rasgo individual -el color de piel no tiene tanta importancia- sino como un estigma colectivo.
En ese momento se me presentó con claridad la imagen de las dos conquistas, la del desierto y la del suburbio, como un mismo gran proyecto de racialización del espacio, un proyecto que se vale de la idea de raza como instrumento para subordinar a quienes no se reconoce como iguales.
Un día, Tomás organizó una cena en mi honor e invitó a un par de amigos para que conversaran conmigo sobre el barrio. Cuando concluyó la velada, nos acompañó hasta la puerta y se dio cuenta de que mi esposa y yo andábamos a pie. Con genuina sorpresa preguntó cómo habíamos logrado llegar a su casa. «En tren y luego en bondi», respondí sin pensar. «¡Nooo! ¿¿El el people’s train?? Son muy valientes, amigos».
Creo que mi cara reflejó mi confusión, porque Tomás sintió la necesidad de explicarse. Con expresión divertida bajó la voz y murmuró: «Porque ese es el people’s train, ¿sabés?… Por lo de I see black people» (parafraseaba la famosa línea de la película Sexto sentido, «I see dead people«). Todos rieron, y nosotros hicimos nuestro mayor esfuerzo por sonreírles de vuelta.
Por lo general, los nordelteños consideran inseguro el tren; en el mejor de los casos, ignoran su existencia.
Un sábado me encontraba en una parada de colectivo en el centro de Buenos Aires, esperando en la parada de colectivo en el centro de Buenos Aires, esperando el bus privado a Nordelta. Un joven rubio y bronceado, con ropa de marca y auriculares de última generación, también se dirigía allí. Le pregunté cuánto tiempo había estado esperando. «Tipo… una hora y media». «¡Pero es una locura! ¿Por qué no caminaste hasta Retiro y tomaste el tren? ¿Está a cuatro cuadras». Me miró sorprendido: «¿Hay un tren? No sabía que se podía llegar en tren». ¿Hace cuánto que vives en Nordelta? «Cinco años».
Entre las personas de clase media y alta que viven en Nordelta, la expresión «negros» se ha normalizado como una manera de referirse a los otros ilegítimos, en particular después de la crisis de 2001.
Antes, el término habitual era «cabecitas negras», otro apodo racista cuya violencia aparece amortiguada por el uso del diminutivo. Ambas transparentan una relación desigual. Cuando hablan de sus vecinos «del otro lado», muchos nordelteños no tienen problemas para referirse a ellos en esos términos.

Los residentes ven las fronteras de Nordelta como espacios liminales, donde puede haber contacto con esa población impropia, y por tanto las asocian con el miedo e incluso con la repulsión. Tanto el lugar como sus habitantes más desfavorecidos han sido estigmatizados, y estos sentimientos se reproducen a diario cuando los nordelteños cruzan el acceso para visitar amigos, ir de compras o trasladarse a Buenos Aires.
El punto más importante de este borde interactivo es la ciudad de General Pacheco, a 3 kilómetros del acceso principal. Con casi 50.000 habitantes, es la tercera ciudad más populosa de Tigre. En lo estético es similar a otros asentamientos de mediano tamaño del Gran Buenos Aires, donde predominan las construcciones de un piso algo descuidadas. Las calles son tranquilas y no es raro ver gente mayor sentada en la vereda, resguardándose del sol mientras los niños juegan al fútbol. El ocio y el comercio se concentran en la activa calle principal, de alrededor de quince cuadras, mientras el resto de la cuadrícula es predominante residencial, puntuado por la presencia ocasional de imprentas, talleres mecánicos y almacenes.
Fuente: El Economista

